Esta crónica se escribió hace dos años, cuando Julio Orbegoso estaba vivo. No se dirá más.
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Nació en un caserío de Otuzco. Un pueblecito donde no tienes otra opción que vivir en la miseria. Donde los padres trabajan, y los niños también. Donde un día sin trabajar es un día sin comer. Y un día sin comer es morir de hambre. Un pueblo en el que la palabra “pobreza” es un sello que te imponen al nacer, como una maldición. Julio Orbegoso Ríos nació en ese pueblo.

He llegado a la casa del jirón Huáscar 146 en el pueblo joven Dos de Mayo, donde vive, desde hace varios años, el escritor Julio Orbegoso. La fachada es muy modesta y el interior mucho más. Toco la puerta y, tras esperar uno o dos minutos, sale un adolescente de ojos apacibles y sonrisa enorme.

—Pase

Sabía que llegaba para entrevistar a su abuelo político, a quien religiosamente visita todos los días para ayudarlo a sobrevivir. Ingreso por un callejón, mientras el jovencito me indica el camino. De la entrada de la casa se puede ver, en el fondo de ella, una pequeña habitación hecha de esteras y plásticos. El escritor está allí, echado en una cama, y junto a él, el olvido, la indiferencia, la calamidad.

Quiero pensar que se trata de un mal sueño, que Orbegoso no vive en condiciones infrahumanas. Que el techo de su dormitorio —¿dormitorio?— no tiene agujeros por donde entra el sol y la lluvia en verano, o el viento helado en invierno. Que no tiene problemas para comprar los medicamentos que necesita todos los días y que Chimbote no se ha olvidado de él. Soñar no cuesta nada, pero esta vez me cuesta horrores. ¿Cómo rescatar a Orbegoso, un escritor olvidado en un país que olvida a sus escritores?

Desde diciembre del año pasado hasta hoy, pasa más tiempo en cama que fuera de ella. Una infección al sistema renal está deteriorando su salud. Sus brazos están perdiendo la movilidad y cada día tiene más dificultad para reaccionar a ciertos estímulos externos. Esto, sin contar la parálisis en sus piernas.

Hace cincuenta y dos años sufrió un accidente que le marcó la vida. Iba de Chimbote a Trujillo y sufrió un accidente automovilístico que le obligó a usar una silla de ruedas para siempre. Tenía, entonces, veintitrés años. Luego de esa experiencia, conoció a una mujer a la que amó, pero pronto se separaron. Nunca se casó, tampoco tuvo hijos.

—Me junté con una señorita, formamos un hogar. Todo muy bonito, desgraciadamente llegó el momento en que dejó de funcionar todo.

Esa señorita un día se fue. Culparla por ello sería muy injusto, reconoce el escritor, y su voz adopta un tono de resignación. En el techo de su habitación, los pájaros parlotean y, abajo, una mosca sobre su frente. La espanta lentamente con un movimiento casi imperceptible, y toma aire para seguir conversando. Y afuera la vida sigue, mientras que acá, adentro, en medio de estas paredes desnudas, un escritor pasa sus días en zozobra.

Un día de 1946, cuando él tenía siete años y andaba descalzo, sus padres emigraron de la sierra de La Libertad a Chimbote. Eran tiempos en los que el pescado se regalaba y los niños jugaban en la orilla de un mar celeste. La familia Orbegoso pensaba que aquí encontraría la estabilidad económica que jamás encontró en ese caserío de Otuzco. No fue así.

—Mi niñez, señorita, fue como la de cualquier niño pobre, vendía tamales, maní, era como cualquier niño pobre. Vinimos a Chimbote porque todos decían que era, prácticamente, el paraíso. Había mucho pescado y bastante comida.

Nació el 6 de diciembre de 1939, año en que empezó una masacre humana en el otro lado del mundo. Alemania fulminaría a los judíos y Julio Orbegoso intentaría fulminar, quizás, esa poca suerte con la que había nacido. ¿Lo logró? Para lograrlo, primero, debía acabar con la indiferencia de un pueblo que asesina a sus hijos.

El accidente que sufrió, dice Orgeboso, le empujó —paradójicamente— a las letras. No podía trabajar, pero sí podía escribir. Para ello, solo necesitaba de sus manos, la imaginación la tenía. Escribió decenas de cuentos inspirados en la miseria humana generada por la misma sociedad, el sufrimiento, la marginalidad. Muy pocos fueron publicados y los que se llegaron a publicar estaban, en cierta parte, mal escritos.

Nunca pisó una universidad. La respuesta a los evidentes errores que tenía su narración. Pero a Orbegoso no se le critica eso, pues pese a vivir en las condiciones en las que vivía, y que aún vive, nunca dejó de escribir ni de leer. Todo lo que llegó a conocer fue porque tenía pasión por la literatura y porque su sueño era ser, algún día, un gran escritor.

Le pregunto si recuerda uno de sus cuentos y si tiene uno favorito. Me dice que son tantos que no sabría por cuál empezar y que todos los que escribió le gustan por igual. Sonríe, siempre mirando en una sola dirección.

—¿Recuerda cuántos cuentos escribió?

—No sabría decirle porque nunca los he contado, pero son miles.

—¿Y “Los zapatos rotos”?

—Oh, “Los zapatos rotos”… Está escrito, no con fantasía, sino con la realidad palpable y doliente que vivimos todos los días. La historia cuenta que los niños dejaban de ir al colegio porque sus zapatos estaban rotitos y les daba vergüenza salir a la calle en esas fachas...

Es jueves y el sol afuera quema con furia. Y no dejo de reírme al escuchar cómo el escritor narra con tanta gracia “Los zapatos rotos”.

Su madre se dedicaba al bordado, su padre era técnico electricista y él, un niño que despertaba pensando en libros, que leía a Arguedas y a Ciro Alegría, pero que prefería el estilo indigenista del primero.

—Andaba pata calata por estas playas, jugando al fútbol. Qué cosa tan linda haber vivido en este Chimbote, tan hermoso, tan lleno de vida y poesía. Nosotros, cuando niños, salíamos del colegio, nos íbamos al muellecito a pescar la rica mojarrilla o las lisas que había en ese tiempo. Regresábamos a casa con una sarta de pescado. Todo era tan hermoso…