Márcame la piel, márcamela con tinta roja, de esas que nunca se borran, de esas que se llevan hasta la muerte. Vamos, márcamela. Séllame el pecho con su nombre, con esas cuatro letras que unidas forman una composición perfecta. Pero dibújame también el alma de esa hiedra humana. Bosqueja sobre mí sus ángeles, también sus demonios. Haz química en mí, que la tinta cale en mi piel, que llegue a mis entrañas. No quiero olvidarla. De esta mente traicionera no me fío. Me basta tenerla en mi pecho. Mirándome diré que siempre la amé, aunque quizá –y quién sabe…– solo la quise. Vamos, dibújame su nombre, su rostro, su ser.
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Un tatuaje es para toda la vida y Abel Mucching ha dibujado cientos, ¡qué cientos!, miles. En una mañana de esas calurosas fui a su estudio. Le dije que quería hablar de tatuajes, de ese oficio que él tanto conoce. Aceptó. Entonces subimos unas escaleras e ingresamos a Fishland Ink –su estudio, el lugar donde plasma emociones, amores, recuerdos–. Prendió un ventilador y, muy solícito, me enseñó algunos de los suyos. Sin exagerar, Abel tiene poco más de cuarenta tatuajes en su cuerpo. Cada uno representa un momento de su vida, y no cualquier momento. 

Rostros de madres, de hijos, de mascotas, casitas con techos a dos aguas y chimeneas, dibujos animados ––el pato Donald, Minnie, Daisy, el pitufo gruñón, Los Picapiedra, La Sirenita, Bob Esponja––, astros, nombres, secretos de amor, calaveras, demonios o, sencillamente, una fruta. De la idea más descabellada podría hacerse un tatuaje.

“Cuando estás decidido a hacerte un tatuaje, no sientes el dolor. Pero si te lo haces con miedo o porque alguien te lo dijo, aguántate, porque esos pinchazos sí te harán ver estrellas”, advierte Abel, dando a entender que un tatuaje es más que unas gotas de tinta sobre la piel, es más que un proceso químico. Un tatuaje atrapa un instante importantísimo en la vida de una persona. Las acciones pasan, los tatuajes quedan.

De las paredes cuelgan algunos cuadros de una honda medio ‘hard’ y ‘hippie’. Hay una pintura de rostro impenetrable, que tiene los ojos blancos, como poseídos, los labios rojos, la frente azul, el flequillo amarillo y un aire terrorífico. Las paredes son verde limón y las puertas, color negro. Sobre una mesa, hay animales míticos de yeso y una réplica del gato japonés de la suerte, que mueve el brazo izquierdo llamando a la fortuna.

“A que no te imaginas qué, hay tatuajes transparentes”, apunta Abel ante mi perplejidad, y lo escucho absorta. A los segundos, imagino a cientos de hombres y mujeres tatuándose el nombre de su amor prohibido. O tatuándose el secreto más grande de sus vidas. Pienso también: ¿qué sentido tendría un tatuaje invisible? Abel responde que la imagen se puede ver al exponer la parte de la piel tatuada a una luz violeta, o sea, de esas que encuentras en las discotecas.

“¿Cuándo hiciste el primer tatuaje?”, le pregunto. Mueve los ojos de izquierda a derecha, como recordando, y responde: “Cuando tenía diecisiete años, fue a un amigo que es vocalista de la banda chimbotana MR10. Recuerdo que aquel tiempo no tenía máquina y diseñé una con la batería de un carrito de juguete. No tuve miedo, pero sí cólera porque la maquinita se desarmaba cada tres minutos”. En 1997, en Chimbote ya había tatuadores, pero este oficio se realizaba de manera muy rudimentaria.

Antes de salir del estudio, ingresa un hombre de unos treinta años. Tiene marcado el nombre de una mujer en su espalda, cerca de su cuello: Sandra. Quiere borrárselo.