El día en que por primera vez alguien le adivinó el futuro, Alexander Vásquez había convertido la cama de su habitación en un ring de box y se disponía a imitar, con entusiasmo pero también con torpeza, los movimientos de un luchador profesional. Tenía seis años de edad, los años suficientes para diferenciar una caricia de un golpe. Nadie podía presagiar, hasta entonces, lo que estaba por ocurrir.  

La cama. Las sábanas. El sonido constante de los resortes crujiendo. La música antigua que llegaba del comedor. Quizá sonaba algo de “Bee Guees”, quizá “Los Doltons”. La cama. Las sábanas hechas un revoltijo. Dos niños saltando sobre ella, imitando con astucia a un boxeador superwélter, pero no eran más que dos minicuerpos saltarines queriendo ser lo que no eran, soñando a ser grandes y rudos.

Alexander solo había escuchado que en ese deporte ganaba el que golpeaba más rápido y el que golpeaba más fuerte. De modo que, por algunos segundos, se pensó una superestrella de la lucha, se imaginó dominando el cuadrilátero, aceitando sus movimientos con habilidad felina. En ese instante llegó el impacto: un manotazo de mala muerte que no apuntaba aparentemente a nada. De pronto, algo blanco, pequeño, salió volando, chocó contra la pared del dormitorio y cayó al piso. Ni en sus peores sueños había imaginado que terminaría extrayéndole un diente de leche a su hermano mayor.

El niño de seis años no sabía, entonces, que su futuro profesional tendría que ver con la cura del dolor.

Ahora tiene 23 años, habla moviendo las manos, frotándose los nudillos de los dedos. Mientras conversa, apunta su mirada a un solo foco y, con una concentración absoluta, narra el recuerdo de esa inocente crueldad, y no puede contener la risa. No hay culpas. No las hay porque, ¿a quién no se le cae un diente a los seis años?

Alexander Vásquez es uno de los mejores cincuenta estudiantes de medicina humana del mundo, según el ClinicalKey Global Challenge 2019, un concurso de la editorial Elsevier que pone a prueba el nivel académico de los estudiantes universitarios.

—¡Le saqué un diente a mi hermano!

Recuerda el episodio, quizá, más adrenalínico de su niñez.

—Estábamos jugando y, de pronto, cuando ocurrió esto del diente, nos quedamos inmóviles.

Un tío que había llegado de visita y que de adivino no tenía nada, ese día, solo ese día, acertó en sus premoniciones. Dijo, con la intención de alguien que quiere sonar serio pero que no lo logra, que Alexander iba a ser médico porque hasta para golpear tenía estilo. Aquellos tiempos eran los inicios de la primera década del 2000, y se pensaba que un buen médico era aquel que no te hacía sentir dolor.

***

Es una tarde de noviembre del 2019 y el estudiante de medicina ha dicho, por llamada telefónica, que solo dispone de media hora antes de ingresar a su próxima clase práctica en un hospital de Nuevo Chimbote, donde, de seguro, olerá la sangre, escuchará gritar de dolor a los pacientes, verá gente nacer y gente morir, y pensará en el sentido efímero y caprichoso de la existencia humana.

Pero ahora está aquí. Viste ropa blanca, un canguro negro sujetado por la cintura, lentes para la miopía, las uñas perfectamente cortadas, el cabello en el lugar de siempre, con la raya al costado. Aquí está sentado el niño que de grande quería ser médico.

Cuida sus palabras, es como si eligiera cada una de ellas antes de usarlas. En el diálogo procura no apartarse del tema que le interesa: la medicina. 

—¿Y qué haces cuando no estudias?

—Hay una cuenta en Instagram que publica casos clínicos…


Alexander está en octavo ciclo en la Escuela Profesional de Medicina Humana en una universidad nacional en Chimbote. Cuando hablas con él imaginas una especie de película transparente que te impide cruzar un límite, su límite. Cuando le preguntas qué hace en sus ratos libres es complicado que se aleje de la palabra “estudio”.

Y todo adquiere sentido cuando sabes que estudiar medicina humana ha sido lo que más ha querido en la vida. Un sueño que le ha costado , y esto literal. Alexander se ha preparado dos años en academias para ingresar a la universidad y ha trabajado un año entero para ahorrar dinero y pagar su preparación. Ingresó a la universidad luego de varios fracasos, luego de meses de estudio y dinero invertido.

Su vida ha mejorado luego de haber sido elegido como uno de los cincuenta mejores estudiantes del mundo. Gracias a este logro, una academia que prepara a futuros egresados para competir en el examen nacional de medicina le ha ofrecido tres becas de estudio. Todo el Perú lo conoce. Muchos estudiantes de su misma carrera le escriben de distintas partes para preguntarle cuál es su método de estudio, lo ven como su ejemplo a seguir.

Evita las respuestas trilladas que vienen después de preguntas como “¿por qué estudias medicina?”. Y aunque sabe que los médicos deben ser un poco filántropos, jamás responderá que estudia medicina “para ayudar a los demás”. Desde niño le ha gustado investigar, confiesa que le gustaba el curso de ciencias y que podía pasar horas leyendo textos científicos.

—Me gustaría investigar a fondo una enfermedad.

Alexander vive solo en una habitación que alquila al frente de la universidad y que puede pagar gracias a la beca que el Estado peruano le dio por sus altas calificaciones. Es el segundo de seis hermanos y, cuando no estudia —lo cual no ocurre muy seguido— sale a pasear con sus hermanos menores.

—Me gusta ir al cine con ellos.

El niño de figura grácil que un día escuchó a su tío decirle que de grande sería médico, ese mismo niño que a veces también jugaba a ser un luchador enmascarado, ahora tiene menos de cinco minutos para salir corriendo hacia su próxima clase de medicina, o, de lo contrario, llegará tarde.

—¡Ah! En el colegio las matemáticas eran mi debilidad —se despide—.