En un contexto mundial marcado por la tragedia, un artista chimbotano busca sensibilizar los corazones rotos. Esta es una crónica sobre Irwin Bruno, el joven que retrata a los médicos que no resistieron al coronavirus. 

Fotografía de Analiza Salapi

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Es un martes de agosto.  

A orillas de la bahía El Ferrol, el sol de mediodía calienta por tiempo limitado en este invierno chimbotano. Mientras eso ocurre, en un frío cuarto de hospital, la gente sigue muriendo.

El miedo a contagiarse es un sentimiento constante. El sol, este sol estacional, que envuelve a Chimbote con un calor etéreo, es un astro mentiroso que por instantes nos abstrae de la realidad, nos recuerda un día de verano en una ciudad que ahora no tiene nada de cálida.

—Tengo muchos amigos que están perdiendo a sus familiares por esta enfermedad.

Irwin Bruno Zapata mira hacia el mar y mientras lo hace dice que no sabe qué pasará luego.

—Esto es como una ruleta rusa, no sabemos cuándo nos tocará.

Hace referencia a ese juego de azar que existe en la ficción literaria y que consiste en que un jugador coloca una o varias balas dentro de un tambor de revólver, gira el cilindro, apunta el cañón a su sien y presiona el gatillo. Se juega entre dos o más personas. Gana el sobreviviente.

Aquí, en la primera cuadra del jirón Enrique Palacios, en los márgenes del océano, con diecinueve grados de temperatura y con el viento salado, nada es normal. A escasos metros, caminan personas enmascaradas, cubiertas de pies a cabeza con trajes impermeables anticovid, con máscaras acrílicas que impiden que el aire toque de lleno su rostro y con una dosis contundente de desconfianza. Aquí ya nada es normal. 

fotografía: analiza salapi

En el Perú la cifra de contagiados ha superado el medio millón. Y las muertes. Las muertes forman parte de una estadística incierta. Ya nadie le cree al gobierno y los ciudadanos traman sus propias teorías conspirativas para explicar por qué el Perú es el país con la tasa de mortalidad más alta en el mundo. La Sala Situacional del Ministerio de Salud informa que en la cuarta semana de agosto los fallecidos son veintiocho mil, pero existen miles de muertes sospechosas por coronavirus que no forman parte de la estadística oficial.

Aquí ya nada es normal.

Nada.

Áncash es el quinto departamento con más letalidad en Perú, y sin embargo la gente ha vuelvo a las calles porque necesita trabajar para comer, porque si no trabaja no come. Otros siguen encerrados porque tienen la suerte de trabajar desde casa. No todos tienen esa suerte. Otros nunca pudieron quedarse en casa, tenían que seguir limpiando las calles, vigilando la ciudad y salvando vidas en un hospital o viendo morir a veinte personas en un solo día.

Irwin, artista plástico, veintiocho años de edad, tiene puesta una mascarilla negra que impide ver su sonrisa, observar el detalle de los gestos que hace al hablar, escuchar el sonido exacto de su voz. De su cuello se sostiene un collar de cuarzo transparente, y esa elección no es el resultado de un hecho fortuito. Aquí ya nada es casualidad. Irwin cree en las energías, y podríamos decir que le confía su paz interior a esa piedra que, según las creencias ancestrales, favorece el encuentro con uno mismo, sana el cuerpo y atrae lo positivo.

FOTOGRAFÍA: ANALIZA SALAPI 

A lo largo de la conversación mantendrá una tranquilidad que contagia y que, por instantes, nos hará olvidar el caos que se vive en Chimbote por la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2. Aun así, sentado sobre una banca de concreto del malecón Grau, recuerda un tiempo en el que lo asaltaba la locura. Escuchaba y veía, con masoquismo, la producción aceleradísima de noticias que informaban, como una máquina descontrolada, el número de muertos, las nuevas formas de transmisión, los nuevos síntomas, el descubrimiento más reciente en torno a este microscópico inquilino, que no es más que una diminuta molécula que necesita de la maquinaria celular para poder multiplicarse. Sin ella, es solo una unidad funcional incapaz de copiarse y de ocasionar daño.

—Ya no sabía quién podía tener el virus y quién no.

Todos a su alrededor se habían convertido en potenciales portadores. Un día, revisando las noticias, leyó lo siguiente: “Las personas infectadas pueden transmitir el virus aunque no tengan síntomas. Estas personas deben aislarse para limitar su contacto con los demás”. Y así inició un ciclo de pensamientos tortuosos. De modo que luego de estar cerca de una persona, se preguntaba: “¿La habré tocado? ¿Me habré echado alcohol a las manos?”. Esa paranoia le hizo creer que se había contagiado. Sentía todos los síntomas de la enfermedad y por su cabeza pasaban los pensamientos más aterradores: podía contagiar a su familia, a su madre, Dora, o a su padre, Mario.

—Todo pasaba en mi mente. Decidí desconectarme de las noticias.

El nombre de Irwin saltó a las portadas de los periódicos y a las pantallas de la televisión por haber pintado los rostros de los médicos Marvin Cuenca Bejarano, 30 años, y Johnny Cano Suárez, 55 años, en un mural de la primera cuadra del jirón Enrique Palacios. Ellos se contagiaron y fallecieron poco después de haber adquirido el virus. Sus cuerpos no resistieron. Pero Irwin ha resistido a esta pandemia, aunque su vida haya cambiado de manera radical.

—Todo esto ha sido muy extraño para mí porque yo vivo de esto; ni siquiera ahora puedo salir a pintar con regularidad porque me puedo contagiar.

fotografía: analiza salapi

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El confinamiento total en Perú duró tres meses y medio. En todo ese tiempo, con algunas excepciones, nadie pudo salir de su casa. En ese contexto, los días de un artista plástico, que vive de su trabajo pintando murales en la ciudad, dictando clases particulares o haciendo intervenciones especiales a domicilio o en locales comerciales, transcurren entre paredes de una casa atiborrada de cuadros, imaginando que cada espacio libre puede ser un lienzo, esperando el momento para salir y sentir la vida allá afuera, anhelando una nueva oportunidad para pintar. 

Irwin ya no puede hacer ninguna de esas cosas como las hacía antes. Ahora, cuando se presenta un trabajo, lo cual no es algo que ocurra todos los días, tiene que ir muy protegido. Y aunque dicte clases por internet para los alumnos del taller de pintura del Centro Cultural Centenario de Chimbote, sabe que eso no es suficiente. El arte, uno como el suyo, se tiene que sentir. Existe en él la necesidad de mancharse las manos con pintura, sentir el olor del producto, mezclar las diferentes tonalidades de colores, crear las sombras, darle luz a la composición, sentirse libre.

—Menos mal que pude y busqué la forma de seguir generando ingresos a través de la pintura. Así se me ocurrió lo de las mascarillas.

Un día de mayo escribió en su perfil de Facebook una publicación con un mensaje más o menos así: “El arte tomará otras formas y se adaptará a las circunstancias (…) pronto, pronto”. Ese mensaje daría inicio a largas horas de trabajo.

Setecientas mascarillas en dos meses. Mascarillas que él mismo hacía, lavables y con diseños personalizados. En ellas se podía ver a Bart Simpson persiguiendo una rosquilla bajo el agua, también otras imágenes inspiradas en obras surrealistas como “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí, “Los amantes” de René Magritte o el símbolo milenario aborigen de la chacana, paisajes verdosos, felinos de ojos grandes, la sonrisa del Guasón o la de Batman, mariposas, el casco de un astronauta y los diseños más entrañables que a alguien se le pueda ocurrir.

fotografía: irwin bruno 

El proceso de pintado se desarrolló en casa de Irwin. Él se aseguró de que ninguna de las mascarillas sea expuesta a algún agente contaminante. Para pintar, usaba guantes quirúrgicos y tapaboca. “Por favor, diséñame a mi perrita”, le llegaban mensajes de personas que se habían enterado de su emprendimiento. Cuando llegaba el momento de la entrega, Irwin acomodaba cuidadosamente las mascarillas en su mochila y se alistaba para salir a la ciudad. Una ciudad que se había convertido en un lugar casi extraño. Y así recorrió Chimbote y Nuevo Chimbote en bicicleta. ¿Lo habrá disfrutado? Dice que sí.

—Yo iba a vender lo que sea, iba a meterme a trabajar en lo que sea, pero la creatividad siempre se adapta a las situaciones feas. Eso me subió la moral.

Los primeros días de junio, ya con los ánimos recuperados por el éxito de la venta de mascarillas, Irwin revisa los medios de comunicación y se entera de la muerte del segundo médico chimbotano —Marvin Cuenca murió el 30 de mayo en un hospital de Essalud pocas horas después de que se aprobara su traslado a Lima. Murió en Chimbote—. Entonces decide que es momento de salir e intervenir un mural. Llega a la Municipalidad Provincial del Santa para pedir permiso. Se lo dan, y, además, algo que él no estaba esperando, le ofrecen entregarle material para que realice el arte: la imagen de la Madre Teresa de Calcuta estuvo terminada los primeros días de julio.

Pasaron algunos días para que Irwin decidiera pintar a los héroes de bata blanca, como se les llama comúnmente en los medios de comunicación a los dos médicos chimbotanos fallecidos por coronavirus. Podríamos decir que ahora ellos están al costado izquierdo de la Madre Teresa y, podríamos decir también, que ella los acompaña en algún lugar recóndito.

Aquí todo es extraordinario.

fotografía: analiza salapi

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Los excompañeros del colegio donde Marvin Cuenca estudió lo recuerdan como el chico más cuidadoso de la clase. Llevaba su vida con mucha cautela. Lo recuerdan sacando de su mochila una cartuchera peculiar. Vivian López, una de sus amigas más cercanas, reía de sus ocurrencias. A ella, una adolescente de 14 años, por entonces le costaba creer que alguien fuera tan meticuloso como lo era él. Marvin siempre fue un chico particular, una combinación poco usual de académico responsable y extrovertido y bailarín. Sus amigos recuerdan que hubo una época, ya casi en los últimos años de la secundaria, en la que celebraban los cumpleaños en su casa. Empezaban muy temprano (cuatro de la tarde) para terminar antes de que llegaran sus padres. Si en la fiesta veían a alguien moverse con total histrionismo, ese era Marvin Cuenca. Marvin ya no existe. 

Johnny Cano Suárez era amable, incluso, con quienes no lo eran con él. Una semana antes de su deceso escribía en sus redes sociales sobre la necesidad de regular los precios de los medicamentos para que la gente de bajos recursos pueda adquirirlos. Como funcionario municipal, caminaba por mercados y pueblos de Nuevo Chimbote liderando una campaña de sensibilización para frenar el avance del virus. Así fue cómo se contagió.

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—A veces me preguntan: aparte de pintar, ¿en qué trabajas? 

Bastaría con decir que sus padres querían que él sea médico, pero esto es más complejo. Las personas piensan que el arte es un pasatiempo, algo temporal, y no un trabajo. Nada de eso es posible en un hombre tan intemporal como Irwin Bruno, en cuyo cuerpo está tatuado Laocoonte, un sacerdote de la mitología griega, y en el que cada recuerdo es un presente.

Hace algunos años, mientras pintaba en el centro de Chimbote, una persona se le acercó y le propuso que pintara en su casa y que a cambio le daría comida.

—Piensan que lo hago por necesidad —dice Irwin con voz apacible.

Detrás de nosotros, a unos quince metros, al costado derecho de donde está pintada la Madre Teresa de Calcuta, en la misma construcción de concreto, un hombre llega de improviso, desabrocha el cierre de su pantalón, mira a sus costados, y, al comprobar quién sabe qué, se dispone a realizar ese proceso biológico que el ser humano realiza en privado. El hombre está de espaldas. El lugar ahora luce transfigurado, convertido en un urinario público. En esa misma pared dice, en letras grandes, “Servicios higiénicos”. Al costado hay una puerta “de ingreso” que está cerrada.

Dicen que los contrastes son buenos. Este no.

Irwin revela que esos baños no funcionan; por eso quiere pintar ese lado con algo que resuma el ser chimbotano.

—Quizá la imagen de un Chimbote antiguo, cuando todo esto era bonito. Un mural que refleje el pasado y el presente. No solo por nosotros, sino por los que vienen —dice.

Irwin está convencido de que con la pintura se puede mejorar, se puede cambiar la perspectiva de las personas. En los últimos siete años ha visto cómo la pintura ha humanizado más a las personas.

Desde donde estamos se observa la Isla Blanca o esa porción de tierra que tiene ese color por las heces de los pájaros. La isla, los pájaros, los botes, la gente.

Dice que pintando ha conocido a gente bonita, que las personas que menos dinero tienen son las que más aprecian el arte; pero también ha visto a hombres y a mujeres de buena condición económica pasar cerca de sus pinturas y no voltear jamás.

fotografía: analiza salapi

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Un mediodía de agosto, luego de ciento cuarenta y nueve días del inicio del confinamiento, Irwin, el artista, sonríe. 

—Pintar para mí es como una catarsis.

Durante la cuarentena total no salió a pintar. No podía. Nadie podía.

Esos días fueron de angustia.

—Sentía que iba a volverme loco.

Ahora, mientras conversa, tiene los ojos apuntado a mis zapatillas. Lo noto, pero no le digo nada. Hasta que:

—Todo el tiempo estoy pensando en qué voy a pintar, es un poco loco, yo todo lo veo pintar; por ejemplo, veo tus zapatillas y digo: cómo puedo pintar esas zapatillas, cómo hacer las sombras. Es así, en cada lugar que veo me imagino un cuadro.

Cuando camina por la ciudad se distrae observando las calles, las cosas, a la gente. Se pasa minutos hilando colores, imaginando las diferentes tonalidades de azul, amarillo, rojo y, entonces, se dice a sí mismo: “¡Uy, no! Tengo otras cosas que hacer, mejor me voy”.

Algunas personas prefieren ir a bailar, Irwin prefiere pintar. En estos tiempos ninguna de las dos cosas se puede hacer con libertad. Somos los rehenes de un virus mortal, quién sabe hasta cuándo.

fotografía: analiza salapi 

La memoria es cualitativa y emocional. Él siempre recuerda a Laurita.

—¿Qué raro no? No te conozco y ya te estoy mostrando mis tatuajes

Aclara que “no son novias ni nada por el estilo”. Solo para tenerlo claro.

Laurita.

A ella la conoció en Ayacucho y la vio sufrir durante una manifestación horrible. Laurita y su madre habían perdido a sus familiares por el terrorismo. “Allá la gente sigue muriendo”, dice Irwin con la de voz de alguien decepcionado.

Laurita es una niña ayacuchana cuyo rostro sollozado apareció, hace algunos años, en los periódicos de ese departamento que cubrían una manifestación en la que militares terminaron golpeando a las personas. Laurita vio cómo golpeaban a su madre. “A ella la agarraron como a cualquier cosa”, recuerda. Laurita Llora. Su rostro está tatuado en la piel que cubre sus costillas. Está tatuada ahí donde la piel duele más.

—El dolor y yo siempre estamos ahí. El dolor de ver cómo a tu madre la golpean en el suelo, eso no se compara con nada. El resto de mis tatuajes son símbolos, el nombre de mi madre, un tribal maorí.

Mateo.

—Conviví con él en la isla flotante de Los Uros. Me hablaba tan bonito que cuando me fui de allá soñé con él muchas veces. Siempre lo escuchaba como alguien muy sabio, me hablaba como si supiera de mi vida. Hubo una conexión espiritual con él, su rostro me llenaba de mucha energía, me decía que tenía que seguir mi vida, que hiciera lo que yo sentía, que el resto llegaba solo. Le tomé una foto y ahora lo tengo tatuado en mi pierna.

De Irwin se puede decir lo que sigue: que se crio con su abuela y que creció viendo a su abuelo, carpintero, hacer esculturas de madera; no cree en Dios como una imagen —“está en lo mínimo, en los detalles; no lo veo como un ser único, podría tener el nombre que quisiéramos darle”—; ha visto pasar a religiosos y a ateos delante de sus pinturas; pinta casi con cualquier cosa —con barro, vino, tiza, café, óleos, acuarela, carboncillo, aerosol—; cuando pinta siente paz; antes hacía retratos con tiza en plazas y veredas; a los cinco años ya era un niño superdotado que dibujaba como ninguno en su clase; nunca ha pasado tanto tiempo sin viajar; ha llevado cursos particulares de pintura en Chimbote, Trujillo y Lima, pero, sobre todo, su escuela es la calle; tiene ocho tatuajes; en su casa las cosas están bien; y es zurdo.

Si alguien quiere conocer la frontera indómita de Irwin Bruno, pregúntenle por el tatuaje de Laocoonte.

Él seguirá pintando todos los días y en algunos años recordará este tiempo. El recuerdo no será exacto porque la memoria es selectiva y caprichosa. Dirá, quizá, que no hay nada tan cierto como la muerte.